Ustedes, pues, deben ser evangelizadores. Y el mundo, incluso sin saberlo y aunque lo niegue, anda buscando ansiosamente evangelizadores.

Estos deben serlo de múltiples maneras. A menudo puede ser una simple palabra, un gesto de buena voluntad, un simple saludo. Pero, ante todo, corresponde al evangelizador proclamar el mensaje de Jesucristo. ¡Háganlo con serenidad, con alegría, con toda su sencillez y sin ambages!

Hoy lo ocultamos a menudo con miles de disculpas. Desaparece tantas veces en el laberinto de nuestros métodos. Pero no tenemos ninguna justificación para disculparnos por el Evangelio. Tenemos que disculparnos por ocultarlo.

Expongámoslo con tanta precisión, de forma tan directa, con tanta sencillez como es en realidad, con la fuerza de su sí. No tengamos reparo en anunciar: a Dios Padre, que ha creado el mundo y nos ama; a Cristo, que nos ha redimido y ha sufrido por cada uno de nosotros; al Espíritu Santo, que también hoy guía a la Iglesia; los sacramentos, mediante los cuales él nos salva y nos guía; la promesa de la vida eterna.

Si hacemos esto, entonces podremos también experimentar siempre cómo se cumplen las palabras del profeta; cómo los ciegos recuperan la vista; cómo a una persona, para la que ya nada de este mundo le resultaba comprensible, se le hace la luz y la vida vuelve a lucir con claridad; cómo los paralíticos aprenden a andar —en una vida sin rumbo se abre un nuevo camino—; cómo los leprosos quedan limpios —el hastío de una vida fatal desaparece y se presenta un nuevo panorama—; cómo los muertos resucitan —cómo una vida, sumida hacía tiempo en todo lo contrario de lo que significa vivir, despierta de nuevo convirtiéndose en un sí—.

Joseph Ratzinger / Benedicto XVI

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