Un conocido pensador se ha referido precisamente a nuestro tiempo diciendo que está caracterizado por su incapacidad para la tristeza.
Yo creo que es necesario afirmar que, antes y mucho más, se caracteriza por su incapacidad para la alegría.
La alegría aparece precisamente como algo amoral, como un ataque contra la justicia en este mundo en el que tantas personas son torturadas, en el que tantas pasan hambre, en el que tantas se hallan privadas de su libertad, en el que tantas sufren de un modo insoportable.
¿Puede uno entonces alegrarse propiamente? ¿O no es la alegría expresión de apatía, de indiferencia e incluso de cinismo, que, a su vez, se convierte en opresión de los que sufren? Y de hecho, si nos fijamos en el mundo tal como es, resulta que hay mucho más motivo de horror que de alegría.
Y por eso vemos hoy tantos rostros marcados por la tristeza, la ira y la indignación, en los que la ausencia de alegría y la ira se hallan inscritas como una especie de credo pertinaz.
Si apagamos la luz de la alegría, si rechazamos la alegría, entonces el mundo se vuelve todavía más oscuro, más triste y desalentador.
Eugène Ionesco dijo en una ocasión: sólo se puede amar a los hombres si llevan a Dios dentro de sí. Me gustaría añadir: sólo se puede amar al mundo si ha sido querido por Dios, si lleva a Dios dentro de sí.
Pero eso es precisamente lo que nos enseña la fe. Y, además, como hay otro factor que es más fuerte que todo lo horroroso que nosotros podamos encontrar, hay fundamento, a pesar de todo, para estar alegres.
Por eso el creyente es una persona alegre y lo será tanto más cuanto más creyente sea, y la alegría que suscita la fe es una fuerza que transforma el mundo.
Nosotros estamos en cierto modo en deuda con el mundo y con los hombres si dejamos que se extinga esta alegría. No lo mejoramos, sino que renunciamos a la tarea que se nos ha encomendado.
Joseph Ratzinger / Benedicto XVI