[Estamos asistiendo] a una destrucción espiritual del templo, a una desintegración de lo que había sido la patria del alma. Tan distintos resultan el mundo y la época, que, de repente, todo lo anterior no es más que pasado, nada subsiste ya ni se mantiene.
«Dios ha muerto», así se nos dice, «pues, entre tanto, nosotros conocemos las leyes con las que funciona este mundo y conocemos los pasos que ha seguido la formación de la vida».
Los mandamientos de antes ya no valen. Son expresión de dominación que el hombre ilustrado tira por la borda, y las prohibiciones son tabúes que sólo dan risa.
En este mundo en el que nada de lo que antes mantenía unidos a los hombres debe ser ya verdad, en el que el suelo se abre bajo nuestros pies, se explica también la situación del desarraigo de las vocaciones sacerdotales, pues se nos dice: «Un cosa tan medieval y superada como esa es algo que hoy no necesitamos ya». «Hoy tenemos otras tareas y obligaciones».
En el mundo moderno no hay templos… y precisamente ahora Dios es necesario para que el hombre sobreviva; que precisamente ahora son necesarios sacerdotes para que la palabra de Dios permanezca.
Todos nosotros comenzamos a comprender cada vez más que lo meramente útil no salva al hombre; que las ciudades en las que el hombre sólo planifica pensando en sí mismo exclusivamente resultan insoportables, que necesitan el aliento de lo eterno para ser humanamente habitables; que los hombres tienen que aprender de nuevo a ver entre ellos, y en la creación, el reflejo de Dios para poder soportarse unos a otros, para poder de nuevo alegrarse de vivir, para que de nuevo puedan apreciar lo que propiamente es amor.
No necesitamos solamente ingenieros para nuevas máquinas, en esta desintegración del mundo precedente necesitamos sobre todo de servidores de lo humano, que se cuiden del hombre. Y eso sólo puede suceder desde Dios.
Joseph Ratzinger / Benedicto XVI