Palabra y sacramento, las dos misiones principales del sacerdote; esto suena muy simple, muy rutinario, pero encierra una riqueza que verdaderamente puede llenar una vida.
En primer lugar, tenemos la palabra. En principio nos sentimos inclinados a decir; ¿Qué es eso de la palabra? Sólo cuentan los hechos. Las palabras no son nada. Pero quien reflexiona, a continuación se topa con el poder de la palabra, que da lugar a hechos.
Una sola palabra falsa puede destruir toda una vida humana, puede manchar irrevocablemente su nombre. Una sola palabra de bondad puede transformar a un hombre, cuando ninguna otra cosa le puede servir de ayuda.
Así pues, debería quedarnos claro cuán importante es para la humanidad que en ella no se hable solamente de dinero y guerra, de poder y utilidad; que no sólo exista la charla de la vida cotidiana, sino que se hable de Dios y de nosotros mismos, de lo que hace que el hombre sea hombre.
Un mundo en el que ya no sucede esto resulta infinitamente aburrido y vacío. Es un mundo que resulta descorazonador. Y que se hace intransitable.
Nosotros tenemos la experiencia de cómo hoy la vida se convierte para los hombres en hastío y sinsentido, a pesar de tener todo lo que pueden desear. No saben ya qué deben hacer consigo mismos; qué es lo que el hombre propiamente debe hacer y dejar de hacer. El hombre se convierte en un ser carente de sentido, incapaz de soportarse a sí mismo; tiene que estar siempre inventándose a sí mismo y así está constantemente desbordado, sin encontrar más que hastío y miseria.
De ese modo podemos empezar a comprender lo que significa que nuestros niños no sólo aprendan a calcular y contar, sino que también aprendan a vivir. Todo el cálculo y la escritura de nada le sirven si no saben para qué viven; si no aprenden para qué estamos en la tierra, recibiendo libertad, buen humor y bondad de ese saber.
La palabra de Dios acontece no sólo en la predicación, se da también en la instrucción en la escuela; acontece en la conversación con los mayores, con los desamparados, con los enfermos, con las personas para las que nadie tiene tiempo, para las que la vida se ha vuelto sombría y difícil.
Cuánto necesitamos hoy de personas que puedan escuchar; que estén ahí a disposición de quien tiene dudas y del que lucha; que sean capaces de hablar con un enfermo en el atardecer de la vida, y darle esperanza y sentido cuando las luces de este mundo se extinguen.
La palabra de Dios es algo que realmente necesitamos como el pan de cada día. Y necesitamos personas que estén disponibles para esa palabra, precisamente porque se ha vuelto extraña para nosotros. Todo esto deberíamos tenerlo en cuenta, cuando renegamos de la predicación, cuando nos resulta aburrida o poco significativa.
Resulta difícil anunciar hoy la palabra de Dios en un mundo que está saturado de todo tipo de sensaciones. Es difícil anunciar la palabra de Dios en un mundo en el que también el sacerdote tiene que andar palpando penosamente en la oscuridad, encontrándose ante la opción de o bien decir lo que nadie entiende o bien, con mucha vacilación y de modo insuficiente, traducir a nuestro mundo lo que se halla tan distante de nuestra vida cotidiana. El ministerio de la palabra se ha vuelto difícil.
A veces puede sucederle al sacerdote como al profeta Jeremías, que sólo recibía disgusto con su proclamación profética y que a menudo se rebelaba vehementemente contra su misión como profeta: Tú me has engañado, Dios mío —clama en su desesperación—, déjame en paz. Preferiría eludir la palabra que hace de él un solitario, un bufón, una persona marcada, con la que nadie quiere trato.
Pero él tiene que soportar el peso de la palabra. Y precisamente así es como presta su servicio a los hombres que no quieren comprenderlo.
Todo eso tendríamos que tenerlo en cuenta cuando nos quejemos de la insuficiencia de la predicación. En lugar de criticar, mejor deberíamos rezar los unos por los otros para que Dios conceda a los oyentes el don de escuchar correctamente; al predicador, la gracia de expresarse; y a todos, el don de la paciencia para con los demás; que en medio de todo a todos nos conserve el don de su palabra, el pan de la verdad, del que tiene hambre nuestra alma, incluso aun cuando no la entendamos.
Joseph Ratzinger / Benedicto XVI