Quien cree en la resurrección no necesita preocuparse de sí mismo y de su autorrealización, no necesita mirar si se pierde algo de lo que ofrece la vida, sino que sabe que su ámbito pro­pio es la infinitud, que puede pensar en sí mismo, sin evasivas, sirviendo a los demás.

La prisa que querría apurar el instante, la angustia que teme perderse algo de la vida es el signo de un mundo que no conoce la resurrección. Precisamente en la me­dida en que se aferran al instante, muchos pierden el tiempo.

En cambio, nosotros deberíamos ser aquel tipo de personas que, basadas en la fe en la resurrección, tienen tiempo, que no temen que la vida les pueda maltratar, sino que, con la gran libertad que proporciona el amor eterno, pueden dedicarse sin miedo al servicio de los hermanos.

Del mismo modo, sólo desde esta perspectiva puede entenderse también el celibato. Nunca puede consistir en un no, nunca puede deberse a es­cepticismo ni a misantropía; pues en ese caso no resistiría y sería contrario al sentir de Jesucristo. El celibato tiene que ser, por el contrario, el estímulo para la fidelidad, el estímulo para la confianza; tiene que provenir del coraje que apuesta la vida por la eternidad, en la que el amor sincero de Dios nos abraza por siempre.

En la visita a Polonia me contó el obispo de Kattowitz que sus teólogos, terminado el tercer año de sus estudios, tienen que ir a pasar un año en la mina o en la fábrica. Y me decía que todos regresan fortalecidos y con una nueva alegría, que, ante la visión de la dureza de la vida cotidiana que experimentan en ese tiempo, no sólo pierden el cicatero interés por el privilegio y el confort, sino que, ante todo, siempre escuchan decir una y otra vez a aquellos hombres: ¡Necesitamos al sacerdote! ¡Es­tamos esperándolo! Sí, que ellos mismos experimentan cómo en la plúmbea monotonía de esta época nuestra es verdade­ramente una necesidad vital lo otro, la luz de la resurrección, que es lo único que puede aportar alegría a este mundo.

Yo no sé si, en el caso de unas prácticas de ese tipo entre nosotros, en Alemania, se oiría decir algo así a nuestros traba­jadores. Quizás, a causa de nuestra falta de fe, estamos todos demasiado empeñados a la caza del instante, a la caza de lo que la vida quizá pueda darnos todavía, lo que el tiempo quizá nos depare.

Pero verdaderamente sólo necesitamos, de modo tanto más apremiante, la libertad, la serenidad que procede de la fe en la resurrección; necesitamos el espacio de la infinitud y la luz de la esperanza, capaz de proporcionar libertad a nuestra vida. Y ese es el envío de esta ocasión: que seáis testigos de la resurrección. «¡Seréis mis testigos!» (Hch 1,8).

Joseph Ratzinger / Benedicto XVI

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