En un primer momento nos resistimos ante este tipo de formulación… Podría parecernos una extravagancia, en definitiva, exagerada y errónea. Pero eso se debe a que nosotros asociamos el término ofrenda a un concepto erróneo, algo así como la idea de un tormento sin fin que el hombre aguanta por cualquier motivo como forma de adoración a Dios. O la idea de que la ofrenda fuese un trabajo llevado a cabo una vez por Cristo y no necesitásemos ni pudiésemos hacerlo más…
Dios no quiere ni necesita nada de nosotros. Él es el creador de todas las cosas. Quiere de nosotros lo que sólo la criatura le puede dar: nuestro amor. En este sentido sacrificio no significa este o aquel tormento, este o aquel esfuerzo, sino que abandonemos la ley fundamental del egoísmo, de la autoafirmación, de la autocomplacencia y nos pasemos a la nueva ley de Jesucristo, que es hombre por los otros, que es el Hijo del Padre en eterno intercambio de trinitario amor.
Como esto no lo podemos hacer por nosotros mismos, por eso la ofrenda de los cristianos quiere decir precisamente esto: dejarse coger la mano por Cristo misericordioso y dejarse llevar hasta la unidad interna de su organismo, la Iglesia Santa, y así, unidos con él, llegar a ser semejantes a Dios. Pues Dios no existe como un hecho aislado en sí mismo sino sólo en la recíproca donación y obsequio del Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Convertirse en ofrenda quiere decir dejarse asumir en ese ministerio bebiendo así el vino festivo de Jesucristo, el vino de la divinidad. A partir de ahí podemos comprender también el esfuerzo que exige incorporarse cotidianamente al todo de su cuerpo desde el yo cerrado.
Lo primero y verdadero no es el esfuerzo, sino esta grandeza de la transformación en el misterio del amor trinitario. Cuanto más presente tengamos esta grandeza y novedad tanto mejor concebiremos el esfuerzo de la vida diaria como un regalo que nos enriquece y libera, no como un tormento que nos cercena y rebaja.
Joseph Ratzinger/Benedicto XVI