El mejor remedio contra la dispersión interior y el único que puede curarnos de raíz, es Jesús.

Muy probablemente tenemos la experiencia de que todos nuestros esfuerzos por librarnos de la dispersión interior han sido inútiles e incluso agotadores.

Es necesario, pues, entregar este desorden de nosotros mismos a Jesús. Hemos de ofrecerle esta pobreza que no nos abandona nunca.

Los antiguos monjes lo hacían a través de la oración del corazón: “Jesús hijo del Dios altísimo, ten piedad de mí, pecador”. Era su oración favorita que repetían muchas veces a lo largo del día.

Pero no se trata tanto de repetir una fórmula, cuanto de atraer la misericordia de El Salvador sobre nuestra pobreza interior, sobre nuestra necesidad de ser redimidos, rescatados.

Sin esfuerzo, sin tensión, “aspiremos” a Jesús, como aspiramos el aire. Él se inclinará sobre nuestro mal y lo sanará.

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