Dios es el horizonte necesario de todo lo que somos y de todo lo que hacemos. Dios es a la vez el centro y el corazón de toda realidad; por tanto todo está en Él y Él está en todo. Y Jesús, hijo de Dios, siendo Él mismo Dios, es el horizonte de toda la historia, de toda nuestra vida, de cada una de nuestras jornadas. Jesús resucitado está vivo y presente entre nosotros con la constante presencia propia del misterio de Dios. Ese suave y casi imperceptible susurro que es el misterio de Dios y que sin embargo aquellos que han nacido de Dios saben captar.

Jesús está presente en la palabra de la Escritura y en la voz de la Iglesia. Está presente en los sacramentos. En el corazón de todo hombre que espera y cree. Y en ese otro “sacramento” que es el prójimo, en especial las personas más menesterosas.

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